Ella me miraba. De cerca. Estaba de pie, mirándome hacia abajo; y el sol difuminaba gentilmente su rostro. Su cabello destellaba al contacto con el astro mayor. Era inminente, supongo. La gente se harta de que la miren como si la conocieran; de que la miran como si la amasen.
Sus ojos rígidos no me quitaban la mirada de encima.
Mi mirada logró por fin penetrar en la suya. La vi desnuda, a través de sus propios ojos, la vi nacer y envejecer. Y al final, mi mano abrazó una moneda en la suya. Para Caronte, le dije, una moneda para el barquero. Todo ocurrió en una fracción de segundo, y sus ojos fijos, permanecieron impasibles, hasta el final.
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