Un eco infinito retumbaba en mis oídos. El tiempo perdía sentido, o quizá comenzaba a cobrarlo. En el obscuro y húmedo fango de la isla, mi rostro descansaba.
¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti, Alicia? -pregunté a aquella hermosa mujer de ojos azules, casi grises, que no me quitaba la mirada de encima; cuyo cuerpo envuelto en seda blanca me recordaba un sentimiento que solo sentí de niño. -¡Que apareces siempre en el momento indicado! Parece que me espías cariño, en verdad, argumenté entre ásperos tosidos, con esa sonrisa de media boca que tanto le gustaba.
La mujer quedó mirando fijamente el lugar en el que la lanceta del rifle me había castigado. Con una mirada serena, pasiva, y a la vez gélida. Negaba con la cabeza, una y otra vez. El hórrido estruendo de la guerra aparecía ante mis oídos como una dulce melodía, la melodía de la vida, detrás de la que siempre me había escondido.
-Ahora disfrutarás de tu tan preciada soledad más que nunca; es oscuro el lugar que te espera, dijo Alicia mientras un par de lágrimas en sincronía recorrían sus mejillas. -Mi alma está contigo desde hace años, sufriendo la heridas que tu has sufrido, sorteando los mismos obstáculos, y siguiendo el mismo camino; perseguimos la misma estrella, sin embargo, me doy cuenta que nuestros caminos, aquí, ahora, se bifurcan. Ya no me mires, que con tu alma, te llevas la mía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario