El calor era fuerte, calor de Apatzingán. Ambos hablaban y reían, sin nunca perder respeto el uno por el otro. Respeto a un padre que te sacó de la miseria, que te dio una profesión, que bruscamente y de una manera incomparablemente dura te hizo madurar, a un padre que nunca dejó de luchar. Respeto del padre al hijo comprensivo, y nada más.
Por suerte estoy consciente de que mi vida es fácil, que lo tengo todo. Terco sería al quejarme y exigir. Me cuesta imaginar que mi comida fuera té de limón y galletas, compartidas entre mis ocho hermanos...
Con un caluroso abrazo concluye este reencuentro, mi padre regresaba a la capital, donde vivía desde hace ya varios años, y mi abuelo se quedaba, sacando adelante a otros cuantos... cuatro más.