Habían transcurrido casi dos horas desde que fijé mi mirada en el retrato, analizándolo de arriba a abajo, de derecha a izquierda; una y otra vez. Y aún no estaba satisfecho.
Veía en sus ojos la soledad acumulada, la carencia de infinidad de cosas, sus párpados caídos reflejaban la fatiga de la lucha; las gafas, el desgaste de las noches de insomnio. Y esa sonrisa ridículamente sincera, esa sonrisa me gritaba en la cara lo feliz que había sido, lo poco que le importaba todo lo anterior...
Desperté de este lapso de reflexión y al continuar mi camino, inmediatamente quedé atrapado otra vez.
Otro retrato, casi opuesto al anterior. No se podían ocultar los años, al igual que en la otra pintura, de este personaje. Sin embargo algo pasaba... me sustraje en mis pensamientos, era como si los años hubieran transcurrido de maneras distintas. El otro, percudido y maltratado; este, fresco y jovial (refiriéndome no al cuadro en si). La piel firme, dentro de lo que cabe, y limpia de vellosidades; mirada penetrante y orgullosa, como si sintiera mi presencia, como si presumiera de la buena vida. Cada detalle, cada expresión, daban otra perspectiva.
Y como en aquél viejo percudido la sonrisa se burlaba de todo el mundo, insinuando que se había salido con la suya, que lo que vez no es; en este viejo vigoroso sólo se burlaba de sí mismo, para intentar creer lo que la gente veía en él, para huir de su persona, de su realidad, de su interior, y adormilar la pena que lo ahogaba en todo momento...
Qué curioso... la cruz de Cara Vaca también adornaba su cuello.
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