martes, abril 27, 2010

Calor de Apatzingán

Cuando me percaté ya estaba dentro de la foto que llevaba tanto tiempo observando... Mi padre tenía mi edad, mi abuelo era joven y apuesto. Tan viva la única imagen que aparecía en mi mente de él. Rostros jóvenes, llenos de alegría, libres de preocupaciones. ¡Qué fuerte que es la impresión de no pertenecer! Si antes creí alguna vez que no encajaba, no sabía lo que decía. Pensándolo bien, no era que en este lugar no encajara, más bien no existía.

El calor era fuerte, calor de Apatzingán. Ambos hablaban y reían, sin nunca perder respeto el uno por el otro. Respeto a un padre que te sacó de la miseria, que te dio una profesión, que bruscamente y de una manera incomparablemente dura te hizo madurar, a un padre que nunca dejó de luchar. Respeto del padre al hijo comprensivo, y nada más.

Por suerte estoy consciente de que mi vida es fácil, que lo tengo todo. Terco sería al quejarme y exigir. Me cuesta imaginar que mi comida fuera té de limón y galletas, compartidas entre mis ocho hermanos...

Con un caluroso abrazo concluye este reencuentro, mi padre regresaba a la capital, donde vivía desde hace ya varios años, y mi abuelo se quedaba, sacando adelante a otros cuantos... cuatro más.



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