Nuestro último beso (el primero hacía mucho que lo había olvidado) y su única bofetada eran dos cosas que no me dejaban en paz. ¿Había yo tenido que ver con su deceso? Probablemente sí.
Atala no era mi mujer, ni mi amiga ni mi novia; quizá mi amante, pero no en el concepto moderno. Amante como la que ama, a todo en la vida por igual. Solía ser una persona alegre, despreocupada e ingenua hasta cierto punto. Una compañera de vida. Me complementaba, y al mismo tiempo me comprendía. Es por eso que toda la vida llevamos una relación superior.
Atala corría con los lobos, espíritu libre, dedicado al arte, nómada por excelencia. Apareciéndonos cada uno en los momentos en que debíamos, nunca tuve su teléfono, ni ella el mío, nunca le dí mi dirección, y ella nunca tuvo una por más de un mes. Y sin embargo sabíamos donde estábamos cuando nos necesitábamos.
Era martes, salí a caminar sin rumbo al llamado de Atala. Fue cuestión de minutos para que la hallara. Sin embargo hoy no brillaba como ayer. Hoy brillaba la tristeza. Era ahora un alma desolada, decepcionada... perdida. Y al verme rompió en llanto, sin poder decir que le pasaba yo lo sabía perfectamente, ese día la redescubrí. Esta fue la Atala de los siguientes cuatro años.
Pasó de vivir como una niña de veintisiete años a morir como una anciana de treintaiuno. Cuatro años de "madurez" le bastaron. ¿Y que podía esperar? Siempre fue una niña, imposible imaginarla viviendo en un mundo que no era el suyo, lo intentó, pero ya ni el arte, ni la música la motivaban.
Nuestro ultimo beso, el día en el que creció; un beso de una desconocida.
Su bofetada, ese mismo día, cuando le pregunté quien era.
Atala vivió en su mundo veintisiete años, desapareció de él y llegó al mundo de nadie, en donde la soledad la consumió. Se preguntó para qué vivir esta soledad, si al morir, viviría con todos.
Un espíritu libre, que superó el mundo de nadie y logró lo que pocos. Regresar a sí misma.
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